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radicalmente. No logró encontrar sino un centenar escaso de hombres agotados y barbudos, los ojos hundidos y las caras desfiguradas por las ampollas y que, tras una semana tirados sobre unas piedras o con medio cuerpo metido en el agua de una zanja, eran tan incapaces de apercibirse de la llegada de sus libertadores corno de quitarse de la boca las hormigas o los mosquitos. Durante casi una semana merodeó por el teatro de la batalla, tratando por todos los medios de pasar inadvertido y dispuesto a consumir el tiempo necesario para, con el mayor ahorro posible, obtener la mayor cantidad de información y reconocer el camino más práctico y expedito que le devolviera a la vertiente de Macerta. Casi un mes duró aquella correría, ocultándose por los caminos y sendas, no respondiendo al fuego de las patrullas enemigas, desandando una y otra vez el mismo itinerario, recorriendo las líneas de convergencia del dispositivo republicano y, en fin, cavando las tumbas de sus doscientas bajas. No pasó por Socéanos ni por La Requerida sino por un collado mucho más elevado y septentrional desde el cual -de haber hecho una noche despejada- habría alcanzado a ver el horizonte humeante de Región y el resplandor de unas luces que por aquellas fechas apenas se encendían. Aquel invierno en Macerta lo dedicó al estudio y a la redacción de un anacrónico informe dirigido al Alto Mando para dar cumplida cuenta de las causas del fracaso y de su posible enmienda en un ulterior ataque. Quizá la persona a quien iba dirigido, a duras penas recuperada de las emociones de Teruel, paró poca atención en él y solamente lo comentó con su superior jerárquico con el piadoso reconocimiento de quien se ha visto en situaciones más apuradas y ha sabido salir airoso de ellas. Pero en un cierto nivel del Alto Mando hubo sin duda alguien que vio en el informe de Gamallo -premonición que había de valer el coronelato del viejo- un plan cuyas posibilidades e implicaciones estaban vedadas a los ejecutores materiales de la guerra, a los hombres del frente que creen que la destrucción del enemigo es el único propósito de una guerra civil. En su informe Gamallo patrocinaba un ataque a Región en gran estilo, siguiendo en líneas generales el mismo itinerario del desgraciado coronel caído en la acción de Burgo Mediano y fundamentado no sólo en su experiencia de la campaña anterior, sino en otras muchas razones, en cierto modo evidentes para cualquier hombre que contase con un conocimiento sumario de aquellas tierras. En primer lugar porque se había demostrado de forma palmaria y en toda la amplitud posible que la conquista del puerto de Socéanos, con tiempo estable, no suponía otros sacrificios que los de una expedición montañera en gran escala; en segundo lugar porque la ocupación de todo el valle bajo del Torce -haciendo la progresión en el sentido opuesto al de las aguas para coger por su frente aquellos estrechamientos y puntos de resistencia en los que unos pocos hombres con una ametralladora y un howitzer podían detener el avance de una compañía- significaba cuando menos una campaña de cuatro meses y un número prohibitivo de bajas y daños. Por consiguiente una vez conquistado el alto de Socéanos, situado a los dos tercios de longitud del valle, las fuerzas de la República tendrían que optar por defenderse en Región y aguantar el cerco o, siempre que se les enfrentara una capacidad ofensiva que les obligara a renunciar a esa división de sus efectivos que tan buen resultado les dio en la campaña anterior, buscar refugio en el valle alto y en la montaña. Si se decidían por defender Región y retirarse hacia aguas abajo bastaba con perseguirlos, en el sentido, favorable de la marcha, y aniquilarlos en las vegas bajas, destacando una fuerza que taponara la salida del valle, en la confluencia del Torce y del Formigoso. Por el contrario, si optaban por refugiarse en la montaña era posible afirmar que con sólo plantear la operación de tal suerte se habría conquistado Región y la zona más 29 Volverás a Región Juan Benet codiciada y valiosa del valle sin, necesidad de disparar un tiro, reduciendo la bolsa a un sector montañero de ocho ayuntamientos y menos de mil vecinos, carente de los más imprescindibles recursos para aguantar una guerra organizada durante más de un par de meses. Todo el informe, en efecto, no era sino una cadena de sofismas que el más inexperto oficial de Estado Mayor -a sabiendas de que para aquellas fechas lo último que la liquidación del frente de Región exigía era una operación de gran estilo- podía echar abajo con un comentario marginal. Pero en marzo de 1938, tanto en el Grupo de Ejércitos del Norte como en el Alto Estado Mayor un cierto número de oficiales de la más alta graduación -que con fundado recelo observaban el hormigueo político en torno a los organismos del nuevo Estado- no pudieron eludir su propio temor ante los progresos de la ofensiva de Aragón: su frenesí triunfal había de trocarse, a mediados de abril de aquel año, con la espectacular toma de Vinaroz y la división en dos del mapa republicano, en apetito de velocidad primero y en vértigo ante el vacío después. Ciertos ejecutores materiales de la guerra comprendieron por aquellos días que hasta entonces no habían hecho sino procurar la victoria, descuidando sus consecuencias y su inevitable desenlace y dejando a los hombres de la retaguardia -que jamás empuñaron el fusil ni calzaron las botas- el aprovechamiento de su triunfo. Todas las ofensivas, si se pueden llamar así, que se plantearán en la primavera y verano del año 38 se traducirán, por deseo expreso del Mando, en batallas de usura, en ataques frontales con los que desgastar los cuadros -los cuadros de campo sustituidos a menudo por oficiales políticos-, en largas campañas de inútil atrición al único objeto de prolongar hasta sus últimas consecuencias una guerra concluida con un plantel de vencedores demasiado numeroso e inquietante. Los italianos del CTV (en el momento en que se podían extraer sus largas espinas) y las divisiones marroquíes -todos los políticamente inofensivos- son apresurada e inexplicablemente retirados de las primeras líneas para sustituirlos por unas formaciones frescas procedentes de Valladolid, de Galicia, de Navarra y del Maestrazgo, hombres que ocuparon jubilosos las trincheras y que -antes que el manejo 'de las armas- aprendieron a cantar, a ensayar los aires triunfales con que se dispusieron a hacer su entrada en Madrid, en Valencia y en Región. El Plan Gamallo fue, por consiguiente, uno de aquellos de última hora que se estudió con severidad y rigor y que, a fin de cuentas, fue elegido como el más idóneo para terminar la campaña con la ayuda de un par de divisiones de navarros entusiastas y pugnaces, de vallisoletanos de honra y de flemáticos y reticentes gallegos cuyos nombres se inscribieron en unas cuantas cruces y lápidas de mármol, los ornamentos con que el nuevo Estado se decidió a pagar la destrucción que había acarreado a aquella comarca refractaria a su credo. En unas pocas semanas el autor del plan fue elevado al coronelato y a Macerta comenzaron a llegar camiones -capturados al enemigo en el frente [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ] |
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