, Balzac, Honore De Paz del hogar, La 

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 Sería por ventura aquel gran coronel de caballería que veis allí abajo....?
 El mismo.
 Pues bien, y qué? es amigo mío, nada temáis. Me concedéis el favor que me
atrevo á esperar?
 Sí, caballero.
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Librodot La Paz del Hogar Honorato de Balzac
Esta voz revelaba una emoción tan nueva y tan profunda, que el alma indolente
del Consejero se quebrantó. Se sintió acometido por una timidez de colegial, perdió
todo su aplomo; su cabeza meridional se inflamó, quiso hablar y sus expresiones,
comparadas con las réplicas animadas y finas de madame de Soulanges, le parecieron
sin gracia. De pié junto á su bella bailadora, se halló más á su placer. La danza es para
muchos hombres una manera de ser; desplegando sus gracias corporales piensan obrar
más poderosamente que con su espíritu sobre el corazón de las mujeres. El Provenzal, á
juzgar por la pretensión de todos sus movimientos y gestos, quería sin duda emplear en
aquel momento todos sus medios de seducción. había conducido á su conquista al
cuadro en que las más brillantes damas del salón ponían un empeño quimérico en bailar
mejor que todas las demás.
Mientras la orquesta ejecutaba el preludio de la primera figura, el barón
experimentó una increíble satisfacción de orgullo, cuando al pasar revista á las
bailadoras situadas en las líneas de este formidable cuadro, se apercibió de que el tocado
de madame de Soulanges competía hasta con el de madame de Vaudremont, la cual, por
una casualidad (quizás intencionada), daba con el coronel el frente al barón y á la dama
azul. Todas las miradas se fijaron por un momento en madame de Soulanges; un
murmullo adulador anunció que era el tema de la conversación de cada caballero con su
pareja.
Las ojeadas de envidia y de admiración se cruzaron tan vivamente sobre ella,
que, avergonzada de un triunfo que parecía rehusar, bajó modestamente los ojos y se
ruborizó, haciéndose con ello aun más encantadora. Solo alzó sus blancas pupilas para
mirar á su extasiado bailador, como si hubiera querido referir á él la gloria de aquellos
homenajes y manifestarle que prefería el suyo á todos los demás; mezcló algo de
inocencia en su coquetería ó pareció, más bien abandonarse á la ingenua admiración por
la cual empieza con aquella buena fe que no se encuentra sino en corazones jóvenes.
Cuando se puso á bailar, los espectadores pudieron creer perfectamente que solo
desplegaba sus gracias para Marcial; y aunque modesta y novicia en conducirse en los
salones, supo, tan bien como la diestra coqueta, levantar los ojos hacia él en tiempo
oportuno y bajarlos con una modestia fingida. Cuando las nuevas leyes de una
contradanza inventada por el bailarín Trénis, á la que dio su nombre, pusieron á Marcial
frente por frente al coronel, aquel dijo á éste riendo:  Te he ganado tu caballo.
 Sí; pero has perdido ochenta mil libras de renta, le replicó el coronel
mostrándole á madame de Vaudremont.
 Y eso qué me importa! respondió Marcial; madame de Soulanges vale
millones.
Al acabar la contradanza más de un cuchicheo resonó en más de un oído. Las
mujeres menos hermosas hacían moral con sus caballeros á propósito de las nacientes
relaciones entre Marcial y la condesa de Soulanges; las más bellas se hacían cruces de
semejante facilidad; los hombres no concebían la felicidad del Consejero de Estado, en
quien no hallaban nada capaz de seducción, y algunas mujeres indulgentes decían que
no se debían precipitar en juzgar á la condesa, pues las jóvenes serian harto infelices si
una mirada expresiva ó algunos pasos graciosamente ejecutados bastasen para
comprometer á una mujer: solo Marcial conocía la extensión de su dicha.
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Cuando, en la última figura, las damas del cuadro hubieron de formar el molinete, sus
dedos apretados los de la condesa y entonces creyó sentir, á través de la piel fina y
perfumada de los guantes, que los dedos de la joven respondían á su amoroso
llamamiento.
 Señora, la dijo en el momento en que terminó la contradanza, no os volváis á
aquel odioso rincón, donde hasta ahora habéis enterrado vuestro rostro y vuestro tocado.
¿Creéis que la admiración es el único presente que podéis obtener para los diamantes
que adornan vuestro blanco cuello y vuestras bien entrelazadas trenzas? Venid á dar un
paseo por los salones y á gozar de la fiesta y de vos misma.
Madame de Soulanges siguió á su seductor, que creía que ella le pertenecería
con más seguridad si llegaba á deshonrarla. Entonces dieron ambos algunas vueltas á
través de los grupos que henchían los salones de la casa. La condesa de Soulanges,
inquieta, se detenía un momento antes de penetrar en cada salón, y solo penetraba en él
después de haber extendido el cuello para lanzar una mirada sobre todos los hombres.
Este miedo, que llenaba de júbilo al Consejero de Estado, solo parecía aquietarse
cuando éste decía á su temerosa compañera:  Perded cuidado, señora, él no está
aquí. Así llegaron hasta una inmensa galería de cuadros, situada en un ala del edificio,
donde se gozaba además del magnifico aspecto de un ambigú preparado para trescientas
personas. Como la cena iba á comenzar, Marcial condujo á la condesa hacia un gabinete
ovalado que caía á los jardines, donde las más raras flores y varios arbustos formaban
un soto perfumado, bajo brillantes colgaduras de azul. Allí iba á espirar el murmullo de
la fiesta. La condesa se sobresaltó al entrar en él y rehusó obstinadamente seguir hacia [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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