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, Bagnasco, Oracio El banquete 

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grupo. Era evidente que cada uno de ellos se preparaba para una alegre y loca velada.
Ya sonaba la hora sexta de la noche cuando, saciados de comida y vino, los amigos se levantaron de la
mesa y se pusieron las capas para afrontar los callejones ventosos. El tabernero, cada vez m�s obsequioso,
distribuyó linternas flamencas para adentrarse en las callejas oscuras de la ciudad.
Salieron atravesando Porta Soprana y se encontraron ante una iglesia con el claustro abarrotado de
columnas. Aqu� los amigos se dispersaron por los callejones estrechos que descend�an hacia el puerto.
Durante un rato, en la oscuridad de la noche desierta, unos grupos o�an a lo lejos las carcajadas y el
alboroto de los otros.
Ya ebrios, los amigos del Duque, con la circasiana, Ranuccia y Obiettina Fregoso, buscaban otra
taberna donde se pudiera bailar.
Abrazadas al Legado florentino, la -madre y la hija de Valladolid bajaban hacia el hostal, El Delf�n
Coronado. Dona Andrea se apretaba bien fuerte a su corpulento moro, mientras que Dona Isa aceptaba
gustosa los muy calurosos abrazos de Fieschi, respondiendo al mismo tiempo a las divertidas ocurrencias
de Thierry de Commynes.
Los contactos furtivos, aquellas miradas llenas de ternura que iban m�s all�, dejaban cada vez m�s
perpleja a Dona Evelyne, que durante toda la cena hab�a pensado en su insólita relación con Zane dei
Roselli. Se preguntaba por qu� todo no se desarrollaba con naturalidad. Sin duda, no era por la presencia
de la circasiana, que parec�a ocupada en muy distintos asuntos.
Caminaban juntos, cogidos de la mano, mientras �l iluminaba con la linterna las callejuelas que
descend�an hacia los barrios del puerto. Antes de llegar a la catedral, se encontraron en una plazoleta con
una peque�a iglesia de estilo antiguo, tambi�n decorada en franjas de piedras blanca y negra.
Era la iglesia de San Mateo. A la izquierda de la fachada, un arco ojival daba acceso a un peque�o y
elegante claustro. El corredor que atravesaba sus cuatro lados estaba delimitado por un murete en el que
se apoyaba, de dos en dos, una serie de finas columnas que sosten�an los arcos góticos. En las paredes de
la galer�a estaban enlosadas las l�pidas tumbales de los Doria, familia a la que pertenec�a la iglesia. En el
centro, apenas iluminado por la luz de la linterna, se entreve�a un jardincillo con hierbas, flores y un
brocal.
En aquel lugar reinaba un silencio pleno de misterio y de gracia. Sin hablar, se sentaron en el murete
posando en �l la linterna. Evelyne, con la espalda apoyada contra dos de las columnillas, hizo recostar a
Zane, le levantó dulcemente la cabeza y se la apoyó sobre el regazo. �l sent�a su tierno e �ntimo contacto
mientras segu�a mirando los arcos que estaban por encima de ellos.
Sólo despu�s de un rato cogió lentamente la mano de Evelyne y la besó. Estuvieron as� mucho tiempo,
saboreando el silencio tranquilo de aquel peque�o lugar sagrado. Ella era feliz, aunque estaba un poco
confusa. A pesar de sus esfuerzos no lograba descifrar el comportamiento de Zane. �Por qu� tanta ternura,
tanta atracción, si luego todo quedaba as�, sin ni siquiera un beso? �Cu�ndo se decidir�a a amarla como
ella deseaba? �Acaso estaba enfermo o era impotente? Evelyne se daba cuenta de que algo lo inquietaba,
lo advert�a en su respiración y en su manera nerviosa de mover las manos.
Por fin, como si hubiera madurado una decisión largamente sufrida, Zane se sentó. Le ci�ó los hombros
con un brazo, la atrajo hacia s� y la besó en la boca.
No era un beso tierno, como ella habr�a esperado, sino algo ardiente y desesperado al mismo tiempo.
Luego el veneciano se levantó, la empujó con dulzura contra el muro del claustro, estrech�ndola con
fuerza, y comenzó a rozarle el cuello con los labios y a besarle la nuca. Escalofr�os de placer la hicieron
estremecerse mientras no pod�a dejar de advertir la indudable excitación de �l contra su cuerpo. Percibió
con claridad que Zane, con ese abrazo, quer�a transmitirle un t�cito mensaje.
Cuando el campanario dio la hora nona de la noche, salieron a la plazoleta de los Doria y se encamina-
ron por las callejas hacia su alojamiento. De los dem�s amigos ni siquiera la sombra; qui�n sab�a adónde
hab�an ido para acabar la velada.
Pasaron delante de los calderos de pez del embarcadero y entraron en la hospeder�a. En el peque�o
claustro, algo hab�a cambiado entre ellos y Evelyne lo advirtió cuando, con un largo, casi doloroso beso,
se separaron delante de la puerta de la habitación de las se�oras.
Se acostó junto a su amiga Isa, que ya dorm�a. Se sent�a cada vez m�s desconcertada y sólo sab�a que
Zane la estaba embrujando con su encanto y su silencio misterioso. No estaba habituada a semejante
comportamiento; hasta ahora los hombres o las mujeres que hab�a conocido siempre trataban de poseer su
cuerpo mas que suscitarle estremecimientos de amor. Pensando en esto se abandonó a un sue�o dulce
surcado por recurrentes inquietudes.
La claridad del sol a�n no hab�a iluminado el levante, cuando toda la hospeder�a se despertó con ruidos
y gritos crecientes que llegaban desde la playa. Con el d�bil esplendor del amanecer de invierno, desde las
ventanas se distingu�a a los maestros de hacha y a los mozos del muelle que formaban un corro,
agit�ndose y vociferando en torno a algo que, entre las tinieblas, no se consegu�a ver bien. Llegaron los
arqueros y los hu�spedes del Delf�n Coronado, damas y caballeros, comenzaron a bajar a la playa [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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