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ño del ejército de Saladino. Su formación en media luna parecía exten- derse, desde un extremo al otro, sobre una distancia de una milla. Atacarlo, ahora que había maniobrado hasta formar su más efectiva línea de batalla, parecía suicida. De Lusignan no se había decidido a atacar a los sarracenos mientras estaban formando filas, y ahora era demasiado tarde. Saladino intentó provocar a los francos para que iniciaran una carga frontal, pero fracasó en hacer entrar a los líderes divididos en la batalla. Todo se desintegró en pequeñas acciones en patrulla y ata- ques con lluvias de flechas de los arqueros escitas. El cielo se nubla- ba de flechas lanzadas con sus arcos, pero pocas de ellas hacían blan- co en las tropas francas protegidas con cotas de malla, sino que se clavaban en el suelo, donde parecían espigas de trigo. En cambio, las flechas más pesadas de los cruzados dejaban vacía más de una silla de montar de los escitas. Después de cinco días de escaramuzas, y de unas pocas bajas entre las tropas francas, De Lusignan buscó seguro refugio detrás de las orillas del Jordán. Belami estaba furioso. -Bien, Simon -dijo--, ¿qué te parecen nuestras brillantes bata- llas? ¡Qué condenada pérdida de tiempo y de energías! -Estoy confundido -repuso el joven normando-. Yo podría seguir fácilmente nuestras propias acciones. Tu táctica funcionó per- fectamente, Belami. ¿Por qué nuestro Gran Maestro no aprovechó la ventaja que le dimos? -¿Por qué no vuelan los cerdos? -gruñó Belami-. ¿Cuál es tu opinión sobre esta batalla inexistente, Pierre? Vamos, muchacho, como futuro caballero se supone que debes decirme qué hacer algún 101 día. ¿Qué dices? -¡Es una farsa! -contestó Pierre, fastidiado-. Una maldita rina de gallos. Lo hicimos mejor cuando luchamos contra De Malfoy. Belami y Simon rieron tristemente, pero el veterano estaba pre- ocupado. -Si así es como De Lusignan piensa continuar, será mejor que nos retiremos detrás de fuertes murallas y esperemos que nos releven antes de que nos muramos de hambre. El primer choque armado en la Jehad Santa había sido un gesto futil, malo para la moral y una señal de que lo que vendría sería peor. Saladino estaba perplejo ante la insólita renuencia de los francos a combatir. Habían perdido su oportunidad cuando los sarracenos se desplazaban para ocupar sus posiciones, y ahora parecían conformarse con retirarse al otro lado del río Jordán. El astuto líder sarraceno tam- bién había observado las acciones bien coordinadas de una pequeña columna volante comandada por los servidores templarios. Las manio- bras de las tropas de caballería y de infantería combinadas constitui- rían una táctica difícil de superar si la adoptaba universalmente el res- to de las fuerzas francas. Uno de sus cuerpos de exploradores, que habían enfrentado a las fuerzas corsarias de De Chátillon en el mar Rojo, había informado de que una columna de templarios estuvo apli- cándola allí. Lo que resultaba sorprendente era que parecía que más bien trataban de obstaculizar a los bandidos francos en vez de luchar contra ellos. El informe parecía carecer de importancia en aquel momento, pero, después de ver lo efectivas que eran aquellas manio- bras en acción contra los escitas, de repente Saladino comprendió que tenía sentido. ¿Pero por qué los templarios habían puesto a prueba su nueva táctica contra sus propios aliados? El agudo cerebro del sarraceno siguió dando vueltas al problema, hasta que recordó el relato de su hermana Sitt-es-Sham del ataque de De Chátillon contra su carava- na camino de La Meca. ¿Acaso aquellos tres servidores templarios eran también los responsables de aquellas curiosas maniobras nuevas? Sin duda, ellos habían salvado a Sitt-es-Sham de la muerte o de algo peor. presumiblemente, habían actuado bajo las órdenes de su Gran Maestro, para tratar de preservar la Pax Saracenica. ¿Por qué? ¿Tal vez para ganar tiempo con el fin de lograr más refuerzos? El comandante sarraceno resolvió enviar más espías a Jerusalén. No contaba con más de un centenar de hombres confiables allí. El mis- terio le irritaba. A Saladino le gustaba conocer la solución de los enig- mas. El caos le perturbaba. El sultán era esencialmente «un hombre cósmico». Quería que todo estuviese en orden. Para él, todo nuevo desarrollo en el campo de los infieles requería una explicación. Se durmió, pensando todavía en aquella extraña táctica. Su últi- mo pensamiento, antes de que el sueño le venciera, fue que le hubie- ra gustado conocer a los hombres a quiénes se les había ocurrido aque- lla maniobra tan bien ejecutada. Le habría gustado que fuesen sarracenos en vez de templarios. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ] |
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