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Tengo hambre respondió. El acento era extraño. Las palabras, perfectas. Estás aprendiendo mi idioma muy bien dije, marcando exageradamente el énfasis en cada palabra. Pero eso ya no lo entendió. Esta vez se preparó el baño sin que yo se lo dijera, y chapoteó en el agua fría durante algunos minutos, sin dejar de apretar entre los dedos la pastilla de jabón Lifebuoy. Hablaba consigo misma y, de vez en cuando, se reía. Hasta se comió la ensalada de jamón frío que le había preparado. Pero algo iba mal, algo que mi escasa experiencia me impedía comprender. Yo le atraía, estaba seguro, y también tenía la sensación de que me necesitaba. Pero algo la retenía. Más tarde, por la noche, se dedicó a curiosear por los armarios de las habitaciones en desuso, y encontró algo de ropa vieja de Christian. Se despojó de la túnica y se puso una camisa blanca sin cuello. Abrió los brazos y se echó a reír. La camisa le quedaba enorme, le llegaba a medio muslo, y las mangas le colgaban más allá de las manos. Le enrollé los puños, y sacudió los brazos como un pájaro, mientras reía, encantada. Luego, volvió al armario y sacó unos pantalones grises de franela. Con unos alfileres, conseguimos que sólo le llegaran a los tobillos, y atamos el conjunto a su cintura con el cordón de una bata. Con aquel estrambótico atuendo, parecía cómoda. Era como una niña perdida en las ropas de un payaso, pero ¿cómo iba ella a juzgar tales cosas? Y, sin preocuparse lo más mínimo por su aspecto, era feliz, Supongo que, en su mente, asociaba el hecho de usar unas ropas que consideraba mías, con estar más cerca de mí. Fue una noche cálida, de ambiente veraniego. A la escasa luz del crepúsculo, paseamos alrededor de la casa. A Guiwenneth le intrigó la cantidad de robles jóvenes que rodeaban la casa y crecían por todo el césped, junto al estudio. Caminó entre los arbolillos inmaduros, pasando las manos sobre la corteza flexible, doblándolos, soltándolos, acariciando las yemas más recientes, nacidas durante la nueva estación. La seguí, concentrado en cómo la brisa vespertina le hinchaba la amplia camisa y acariciaba aquella cascada increíble que era su pelo. Dio dos vueltas a la casa, caminando casi a paso de marcha. Yo no entendía el motivo de tanta actividad, hasta que volvió de nuevo al patio trasero, y contempló el bosque casi con nostalgia. Dijo algo en un tono que tenía un extraño matiz de frustración. La comprendí al momento. Esperas a alguien. Alguien va a venir del bosque para buscarte. ¿Es eso? ¡Esperas a alguien! Y, al mismo tiempo, se me ocurrió una idea aterradora: ¡Christian! Por primera vez me descubrí a mí mismo deseando fervorosamente que Christian no volviera jamás. El deseo que me había obsesionado durante meses, su regreso, se invirtió tan fácil, tan cruelmente, como fácil y cruel sería destruir una carnada de gatitos. Ya no me dolía recordar a mi hermano, ya no le necesitaba, la pena había desaparecido. Desapareció porque él buscaba a Guiwenneth, y porque aquella hermosa muchacha, aquella melancólica niña guerrera, quizá también le esperase. Había acudido a la casa, fuera del bosque, para aguardar su regreso, con la certeza de que él volvería algún día a su extraña morada. No era mía. En absoluto. No era a mí a quien quería. Amaba a mi hermano mayor, al hombre cuya mente la había creado. Pero aquel momento de reflexiones airadas se vio interrumpido cuando recordé la imagen de Guiwenneth escupiendo en el suelo, y pronunciando el nombre de Christian con un desprecio amargo. ¿Era el desprecio de la que ha visto traicionado su afecto? ¿Un desprecio que el tiempo había suavizado? De alguna manera, supe que no. El pánico pasó. Ella había tenido miedo de Chris, y aquella violenta reacción contra él no fue fruto de un amor despechado. Volvimos a la casa y nos sentamos junto a la mesa. Guiwenneth me habló y me miró, vehemente, al tiempo que se tocaba el pecho y movía las manos para ilustrar los pensamientos que se ocultaban bajo las extrañas palabras. Durante el monólogo, utilizó vocablos de mi idioma con una frecuencia sorprendente, pero seguí sin comprender qué me decía. Pronto, su rostro reflejó una mezcla de cansancio y frustración. Esbozó una sonrisa algo triste al comprender que las palabras eran inútiles. Hizo una señal, indicándome que yo le hablara a ella. Durante una hora, le conté cosas sobre mi infancia, sobre la familia que había vivido en Refugio del Roble, sobre la guerra, y sobre mi primer amor. Durante todo el rato, ilustré la conversación con gestos, exagerando abrazos imaginarios, disparando pistolas inexistentes, haciendo caminar mis dedos sobre la mesa, persiguiendo mi mano izquierda y, por último, atrapándola e ilustrando un primer beso tentativo. Era puro Chaplin. Guiwenneth sonrió y rió a carcajadas, hizo comentarios, dejó escapar sonidos de aprobación, de sorpresa, de incredulidad... Y, así, nos comunicamos a un nivel que estaba más allá de las palabras. Creo que entendió todo lo que le conté, y ahora conocía mi vida interior a grandes rasgos. Pareció intrigada cuando le hablé de la infancia de Christian, pero adoptó una expresión solemne cuando le conté cómo había desaparecido en el bosque. ¿Comprendes lo que te digo? le pregunté por fin. Sonrió y se encogió de hombros. Entiendo hablar. Un poco. Tú hablar. Yo hablar. Un poco. Se encogió de hombros otra vez . En bosque. Hablar... Flexionó los dedos, tratando de explicar un concepto difícil. ¿Muchos? ¿Muchos idiomas? 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